el mago del cuento... soy yo

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autorretrato inédito en libro, inicialmente concebido para "Sopa de sol"

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miércoles, 19 de agosto de 2015

un cuento para refrescar el verano


dibujo de Thomas Simplet (en 1992 tenía unos 7 años) que me inspiró para la escritura de ese cuento


EL PAJARO EN EL CAMINO

(improvisación al teclado)*



El pájaro viene, o acaso va, por un camino negro de piedras verdes.
El pájaro tiene dos picos: uno delante y el otro detrás; por eso difícilmente se sabe si viene o si va. Solamente quien conoce muy bien su camino puede saber a qué atenerse respecto a tan extraordinaria criatura. El pájaro de dos picos devora el camino por el que avanza y con el pico que tiene detrás crea, como un canto singular, un nuevo camino. Lo dicho, quien conoce bien su camino no tiene problemas con este pájaro imprevisto, pero también se priva de insospechables aventuras. Andar por un camino que de repente se transforma en música tiene sus ventajas; sobre todo si se trata de un camino polvoriento.   




Paseaba yo por el campo en un excepcional día de verano. Una triple nube: anaranjada, azul y violeta cubría una parte del cielo claro. La hierba olía bien, hacía calor y cantaban las cigarras.
De repente apareció frente a mí el pájaro de dos picos. Me miró con su ojito negro, brillante como el agua de un pozo profundo, y de un picotazo se comió un tramo de camino de por lo menos vara y media. El pájaro parecía simpático y no creo que abrigara la menor perjudicarme, pero su apetito era visiblemente inaplazable. Di pues un prudente salto al costado y desde la cuneta lo vi avanzar con el pico abierto, devorando tranquilamente el camino.
Entonces comprendí que mi situación era mucho más extraña de lo hubiera podido imaginar. El pájaro hacía desaparecer el camino por donde yo había llegado, pero con el pico de atrás creaba un nuevo camino. De manera que no solamente yo no podía llegar al lugar que había previsto, sino que tampoco podía regresar a mi casa, ni alcanzar sitio conocido alguno.
En otras circunstancias me habría alarmado, pero no en las que enmarcaban los hechos que relato. La guerra de Yugoslavia se había extendido a mi calle, llamada calle Y, y mi casa había sido destruida por varias bombas de fabricación casera (una segunda coincidencia nunca es casual).
El camino que el pájaro iba cantando delante de mí no tenía nada de inhóspito. En vez de estar constituido de tierra, adoquines o asfalto, lo formaba una sustancia negra, muy densa y firme, pero suave como caucho, sobre la cual reposaban redondeles de hierba verde y jugosa. Me incliné para examinar uno de ellos y noté con asombro que estaba constituido por infinitos rascacielos en miniatura. Maravillado por este descubrimiento, recogí la "piedra" (es a lo que más se parecía: a una piedra de camino), pero al acercarla a mi ojos advertí que lejos de semejar edificios, los filamentos verdes eran otros tantos cilindros que se hundían hacia el centro de la piedra. Estuve a punto de ser tragado por la “piedra” pues los filamentos tenían la peculiaridad de dilatarse hasta superar la talla de quien tuviera la mala idea de rozarlos con el dedo.
Volví a colocar el extraño objeto en su lugar... Es decir, al lado de donde había estado antes, pues al yo levantarlo, la masa negra e inerte que formaba el camino se había encabritado como un gel en furiosa ebullición, dando origen a una nueva cosa verde. De ésta saltaron diminutos fuegos de artificios al volver su compañera al suelo. Estoy persuadido de que, derrotada mi curiosidad, los cilindros verdes habían vuelto a ser diminutos rascacielos, evidentemente habitados (nunca sabremos por quién).

Decidí continuar adelante.

El pájaro de dos picos había desaparecido. Supongo que había saciado su apetito, porque al cabo de unos minutos de marcha me encontré en el camino original. Al parecer, la criatura había levantado el vuelo, pero antes había hecho su caca: dos enormes esferas anaranjadas, con una piel semejante a la de las piñas, pero delicada como trinos de canario. Del interior de una de las esferas salía una música bella e intensa. Se la veía claramente, alzándose en la brisa y provocando en el paisaje una turbulencia semejante a las que provoca el aire recalentado sobre las autopistas del verano.
La música era evidentemente orquestal. Las notas eran muchas, pero el pentagrama no arañaba las hojas de los árboles al atravesarlas. De vez en cuando se veía el destello ultravioleta de un do sostenido o caía al suelo la cáscara rota y tibia de un re mayor. La melodía era húmeda. De hecho, no recuerdo tal impresión de agua desde que escuché el Vals bajo las olas en el submarino amarillo del profesor Tornasol.
Tras la larga sequía de aquel año, un concierto así de mojado resultaba más que oportuno. Pero yo recién salía de un pertinaz resfriado y preferí acercarme a la otra "piña".
Inmediatamente sentí la corriente de antipatía que circulaba entre las dos. Siempre me preguntaré cómo, un mismo pico trasero de pájaro devorador de caminos, pudo engendrar cosas tan diferentes. La respuesta del enigma está, sin duda, dentro de las “piñas”; pero ¿quién se atreverá a realizarles la autopsia? No existe bisturí bastante delicado para cortar pieles tan aterciopeladas, y por otra parte, los cirujanos forenses son famosos por su pésimo oído musical y nunca podrían leer entre los arpegios que (hasta ahí hemos llegado a saber) rellenan las "piñas".
La segunda deposición del pájaro de dos picos era decididamente antiestética.
Es una actitud que conozco muy bien, pues durante nueve años trabajé en un organismo dedicado a difundir la misma postura entre la población. En realidad yo no hacía nada en aquella institución. Me habían nombrado allí justamente para castigar mi desvergonzada parcialidad respecto a la cultura. Reconozco que en cuanto veo las huellas del paso de una cultura (de la especie que sea) corro a besar el contorno interior, hacia el talón, allí donde se le insinúa el azul de la ‘u’.
Deduzco que mi comportamiento reprobable y vicioso me lo contagió una tía‑abuela muy aficionada a las novelas radiales, pero igual podría ser consecuencia de las repetidas insolaciones que sufrí durante mi primera adolescencia. Creía yo que el tono purpúreo de mi piel me protegía del sol amontillado de mi país natal, y cuando descubrí mi error ya era demasiado tarde.
El caso es que me acerqué a la segunda "piña", que irradiaba un agradable fresquito. La sutil frescura disimulaba perfectamente el olor a azufre y no tuve tiempo de lanzarme a la cuneta antes de la explosión; una explosión de celos que me hizo volar por los aires.
Pasado un plazo razonable, me di cuenta de que no descendía.
Ante la imposibilidad de prolongar este relato indefinidamente, no me queda otro remedio que acudir a un final abierto...

Aunque también pudiera acudir a una cita salvadora:
"La clave del camino,
más que en sus bifurcaciones,
su sospechoso comienzo
o su dudoso final,
está en el cáustico humor
de su doble sentido.
Siempre se llega,
pero a otra parte".

Roberto Juarroz

* Este es el primer texto que escribí directamente en computadora (ordenador). Fue a finales de 1992, cuando comencé a utilizar la Compaq que mi esposa había traído de Francia a nuestro hogar en Copenhague. Era, por supuesto, una máquina de pantalla negra y legras grises (con opción de invertir los colores) con sistema DOS. Hasta entonces yo escribía a mano y luego "pasaba a máquina (de escribir, naturalmente)". Al descubrir la rapidez de la escritura en computadora, comparable a la rapidez del pensamiento, mi escritura se liberó y completó la evolución que venía experimentando desde 1986. A partir de este texto, prácticamente toda mi obra (29 libros publicados y no pocos inéditos, así como no menos de un centenar de artículos) los he escrito directamente en computadora (ordenador, como decimos en Francia y en España)... aunque sigo teniendo decenas de cuadernos de apuntes.  



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mi primera máquina (1975-1979)

mi primera máquina (1975-1979)
biblioteca martí, santa clara, cuba, 1993
Comencé a escribir a mano, claro. Primero con lápiz (usaba los de dibujo, de mina muy dura, para no tener que estar sacando punta continuamente; así comencé a gastarme la vista y a los 15 años ya usaba gafas -"espejuelos" decimos en Cuba- de aumento). Luego pasé a los por entonces escasos bolígrafos. Cuando a mediados de los años 1970 quise comenzar a compartir mis escritos con los colegas de taller de escritura o presentarlos a premios literarios, comencé por acudir a alguna colega o amiga mecanógrafa. Una bibliotecaria de Sala Juvenil de la Biblioteca Provincial de Santa Clara tecleó mi primera novela (que ilustré... a mano, claro) y mandé al Premio UNEAC 1977. Pero mis obras eran largas y ella tenía mucho trabajo. Así comencé a teclear yo mismo en la Underwood de la foto: una máquina prehistórica, pero muy bien cuidada y de tipos redondos.
Fue al año siguiente que un amigo mexicano que partía de vacaciones, me dejó su moderna máquina portátil. En ella aprendí a teclear según las reglas del arte y mecanografié mi segunda novela, por primera vez de la primera a la última letra.
De mis máquinas posteriores no guardé ni el recuerdo de una foto, y tampoco de la máquina electrónica que utilicé durante mi estancia en Brasil '1989-1991) ni de mi primer ordenador, un Compaq portable que me acompañó 8 años. Pero esta ya es otra historia, porque en él comencé a escribir directamente sobre un teclado; abandonando para siempre la versión manuscrita previa y el enojoso mecanografiado ulterior
Lo dicho; esa es otra historia.

traducido a persa, hindi, coreano, tamul, catalán y tantos otros

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Olinda, la bella durmiente fue mi primer artículo publicado en el Correo de la UNESCO, me procuró traducciones a decenas de lenguas... en las que a veces ni siquiera supe separar mi nombre del título del artículo

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